Violette Leduc: la gran olvidada


Violette Leduc (izquierda) y Simone de Beauvoir, retratadas por Henri Cartier Bresson. 

Fue una fuerza de la naturaleza, un volcán de emociones, un torrente incontrolado de sentimientos. Escribió no porque quisiera explicarse ante el mundo, sino simplemente porque necesitaba escribir. Su vida, sus amores, el dolor de no sentirse querida por su madre, aceptada en una sociedad que la encajonaba en el calificativo de bastarda. Todo eso está en sus libros. La francesa Violette Leduc (Arras, 1907-Faucon, 1972) jamás pensó en alambicados mecanismos intelectuales de explicación de sus novelas. Ella estaba en su obra porque ella era su obra. La respuesta a la pretendidamente periodística pregunta de “¿cuánto de usted hay en su libro?” siempre fue: todo. Ganó el Goncourt en 1964 con su libro de memorias La bastarda. En el país de la “libertad, igualdad, fraternidad” la censura obligó a Leduc a quitar antes de su publicación las partes lésbicas de Ravages en 1955…, textos que ella reconvirtió 11 años más tarde en otra novela,Thérèse and Isabelle. En esos tabúes y en su identidad la escritora encontró los cimientos de su literatura de supervivencia, de sus novelas salvavidas vitales.
Leduc ha desaparecido de la cultura francesa. Ella, que fue amiga de Simone de Beauvoir y de Maurice Sachs, que encontró palabras de aliento en Jean Genet, que publicó su primera novela, L’Asphyxie, en la editorial Gallimard gracias a Albert Camus. Tanto, que al cineasta Martin Provost su nombre solo le sonaba. Estaba rodando Seráphine, filme en el que recupera a otra artista, la pintora Seráphine de Senlis, otra adelantada a su tiempo, visceral, deglutida y olvidada en las enciclopedias, cuando su guionista Marc Abdelnour le sacó el nombre de Leduc. Y le habló de abortos clandestinos, de contrabando para sobrevivir, de incesto —lo narra en su novela Le taxi (1971)—, de desprecio maternal, de amoríos infantiles con un profesor de música, de hambre, de dolor físico ante la imposibilidad de expresarse, de bisexualidad… Y de literatura, de palabras violentas, crueles, sinceras, de libros sin respiro. Y recordó la película de 1968 de Radley Metzger que ya adaptaba Thérèse and Isabelle. No, Francia no ha avanzado tanto desde la mitad del siglo XX. Y por eso rodó Violette, que se estrenó en cines la pasada semana.
Leduc escribió porque tenía que hacerlo, porque encontró un mecenas, un fabricante de perfumes, Jacques Guérin —homosexual, sintió que la voz de esa autora contenía ecos de su propia vida—, que la sostuvo económicamente hasta que se asentó artísticamente, pero, sobre todo, porque logró conocer a Simone de Beauvoir. Beauvoir sintió miedo ante una mujer tan rotunda en sus sentimientos, que claramente sentía por ella algo más que admiración, y sin embargo, a la vez, se sentía atrapada por su escritura, brutal, directa, alejada de cualquier artificio intelectual. Provost no traiciona a Leduc, tampoco busca el escándalo y muestra su vida y esa amistad entre artistas sin tapujos. Emmanuelle Devos, que encarna a Violette, recuerda que, al igual que para Provost, cuando le llegó el guion la escritora le sonaba “algo”. “Estaba allí, en la memoria, diluido. Como actriz siento que la mayor satisfacción es ir a buscar a un personaje de tamaño talento y aportar algo a la resurrección de una obra actualmente casi desconocida. No me importa que la gente a partir de ahora una mi rostro al de Leduc. No importa… ni tampoco debería de ser así. Lo que me preocupa es que un espectador sienta la necesidad de comprar sus libros al salir de la película”. Algo que no podrá hacer en España, ya que solo se editaron dos de sus novelas, y ambas están descatalogadas. “Tiene que entender que Martin apareció con el proyecto tres años antes de su rodaje. Así que entre nosotros surgió una profunda amistad y a la vez hizo que yo acabara profundamente implicada en la película. Primero vino la amistad, luego el descubrimiento de la obra de Leduc y, finalmente, la reflexión sobre cómo plasmarla en el cine, ahondar en el plano físico y mental que la construyera en pantalla. Al rodar, todo ya estaba superado y asumido”.
Devos solo encuentra una palabra para definir que alguien le propusiera un libreto así: “Suerte”. “Es más, procede de un director, Martin Provost, que es ninguneado en Francia. En el cine francés hay un sistema de castas que desprecia a creadores como Martin, que hablan de la verdad”. Más o menos como le ocurrió con Leduc, cuyo nombre ha quedado ahogado por uno de los grandes males de la humanidad: el machismo. “Después de la Segunda Guerra Mundial hubo un momento de apertura, las mujeres sintieron que se les hacía un pequeño hueco. Marguerite Duras, la misma Beauvoir se beneficiaron de esa apertura, pensaron que podían cambiar las cosas. Aquel espacio se cerró. Jean Genet pudo escribir lo que escribió porque era hombre, tenía la libertad de describir el sexo en sus páginas; Leduc, su posible alter ego femenino, fue despreciada y censurada por lo mismo. Es doloroso, fruto de la gran hipocresía”, dice Devos.
Muy pocas superaron los prejuicios. Beauvoir es una de ellas. Y por eso Leduc intuye que es su tabla de salvación, que en sus libros hay un eco de lo que ella misma atisba a redactar. Siente pulsión por su obra, pasión por la mujer. Para Sandrine Kiberlain, estrella en su país, encarnar y encarar a Beauvoir era “algo imposible, intimidante”. “Todo el mundo conoce su relación con Sartre, todos tenemos una idea prefijada de ella. Así que solo te queda centrarte en su relación con Leduc, serle fiel. Su seriedad, sus gestos austeros deben verse en pantalla. Que esos movimientos casi masculinos sean reconocibles por el público”, explica Kiberlain, a quien le ha pesado la leyenda que rodea a su personaje. “Como muchos franceses, había leído varios de sus libros antes del rodaje. Ella tenía una libertad muy distinta de la de Violette, y sin embargo Violette era más libre que Beauvoir. Cuando se encuentran, posee un mensaje ulterior para ella: exprésate en tu escritura tal y como eres. Violette se autodefine ante Simone como ‘un desierto que monologa’. Nunca se traicionó”. Tal vez por ello, Leduc siga siendo uno de los grandes secretos de la literatura francesa.

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