La única habitante de Malpica de Arba tiene 31 años y es diseñadora gráfica
María Sanz vive sola pero parece que nada le falta. "No me asilvestré sino que cambié de escenario. Vivo en un pueblo siendo lo que soy".
Al dejar atrás Zaragoza e ir subiendo vuelven los campos de cereal, atraviesas tres o cuatro pueblos ganaderos con barracones para las bestias, con casas de matarifes. Si soportas el serpenteo de curvas cuando ya no esperas nada y asumes que el paisaje es difícil (porque la vida a veces lo es), encontrarás Malpica de Arba, uno de los pueblos de las Cinco Villas, provincia de Aragón. Asoma en lo alto del cerro en la sierra de Uncastillo. La torre de la iglesia de Santa Ana, la cebada, la conjunción de la nada y las carrascas, las piedras herméticas que dan razón a las casas. Una rara condición levítica hace fuerte un suave aroma de exclusividad. Por un momento parece que el pueblo está encima de ti: humilde, desconfiado y rebelde. Aymá, para aparcar, enfila la última cuesta encabritando el coche.
En la plaza espera María Sanz con un perrazo grande y bueno que no acecha pero alerta. Tiene 31 años. Diseñadora gráfica y fundadora del Estudio Limón (estudiolimon.es). No es un prototipo de habitante de poblado remoto. Viene de pasar unos días en Formentera. Hace algo más de año y medio escogió otra forma de estar en el mundo hasta convertirse en la única habitante del lugar. En Malpica de Arba hay jornadas en que sólo trota ella por las calles. Esa aspiración de soledad requiere de una fuerte mecánica mental. Tiene algo de aventura impulsada por un sueño de belleza: el que dispensa la vida suelta, la vida callada, la persuasión de un paisaje donde detenerse a contraluz del tiempo.
- Este es el pueblo de una parte de mi familia. Mis abuelos aún pasan temporadas. Él fue pastor, de los últimos que hubo en Malpica. De pequeña me llevaba a esquilar las ovejas. Era sólo una diversión de niña de ciudad, pero con el tiempo fui afianzando el cariño a este lugar. Hace un tiempo sentí que necesitaba dar un giro. Que debía cambiar de aires. Vivía en Zaragoza y trabajaba en una empresa de diseño gráfico, pero poco a poco comprendí que esto era idóneo para lo que buscaba, para trabajar por mi cuenta, para disfrutar de otro modo. Así que arreglé la casa, me hice autónoma, instalé mi estudio y decidí quedarme.
- El cambio es fuerte.
- Lo es, pero estoy a hora y media de Zaragoza y de los míos. Algunos días de invierno aquí no queda nadie, pero eso también es un privilegio. Estoy aprendiendo a vivir con más calma. Descubriendo cosas nuevas de mí. Descartando otras. Y reaprendiendo algunas que tenía olvidadas.
- ¿No tienes sensación de perderte algo al aislarte?
- En absoluto, porque no estoy aislada. Sigo muy bien conectada con lo de afuera. Quizá a veces, en lo laboral, puede que haya pensado algo así, pero es que desde este pequeño pueblo llego sin problemas al resto del mundo. Al menos, al mundo que me interesa.
- Echarás de menos...
- A veces a la familia, a los amigos, a la pareja... ¡Pero están ahí! No tengo sensación de distancia, sino de libertad. No hago eso que se llama "una vida de pueblo", sino que vivo en un pueblo siendo lo que soy. No he renunciado ni a mi gente, ni a mis amigos, ni a la exigencia que requiere el diseño gráfico. No me asilvestré, sino que cambié de escenario.
No hay rastro en el pueblo de esos hombres o mujeres de tierra adentro que visten de espliego, o de lluvia, o de pieles, según el mal relato que a veces se hace desde la ciudad. Malpica no es un poblachón descalabrado, sino una villa cuidada, hermosa. Su única habitante permanente (durante la semana van y vienen paisanos) despliega el relato de una aspiración conquistada sin perder de vista el siglo XXI. Tiene wifi en el cerro. Ha sabido fijar los ojos en este escenario, que también tiene su punto de actualidad. Si no fuera porque somos tan jóvenes diría que es un rincón excelente para aguardar la muerte. Aún hay lugares donde el verano merece ser más largo que la vida. (Aymá observa al perro de María Sanz como el protagonista de Cocodrilo Dundee. El perro observa a Aymá como el búfalo de Cocodrilo Dundee. Uno de los dos tendrá que ceder).
Las casas de piedra prolongan la serenidad natural de Malpica de Arba. Este peso de lo callado es el acompañante de todas las ingravideces. La calma parece algo más que naufragio. Un sedimento de siglos hinchándose aquí y allá, en una muralla bien mantenida, en la iglesia de soberbia mampostería, en el llano pelado de abajo, tan desnudo, tan escaso que está cerca de la verdad. Se trata de una tierra casi no modificada. Este Aragón de lo alto de los mapas conserva y atiza un vasto resplandor de ese azul que ha borrado del paisaje toda adición de detalles; y a ratos desentierra algunas pasiones olvidadas. Estos pueblos despoblados tienen algo de largo e interminable adiós, como una puerta que se va cerrando lentamente después de muchos años. Ya casi nadie sabe leer el morse de las nubes que pasan bajas y se desgarran en los bosques o en las agujas de las torres, y dejan los tejados empapados con un sueño de agua quieta.
María Sanz desprende una vitalidad que ensancha el pueblo. Este pueblo casi vacío donde ella gobierna su existencia. Está alejada del prototipo de hippie repoblador. Está en Malpica de Arba sin perder mundanidad. De algún modo, su prisa de ciudad se conjuga muy bien con esta villa, hecha de una mansedumbre de siglos que cubre la mirada (quizá sea la memoria) de un liquen amarillo. Aymá apoya en una pared el sudario para hacer las fotos, a la sombra de la iglesia de Santa Ana, donde al sur se estira el Moncayo. El peculiar encanto de este pueblo al borde de todos los olvidos resulta difícil de definir. No quedan molinos, no queda el ganado expansivo de antes, no suena por el llano la flauta dulce de los repatanes. Esto tiene algo de última curva antes de regresar a casa. Es difícil adivinar qué futuro queda para Malpica de Arba. Si un enigma no tiene solución esa es la respuesta. Pero aquí no se pregunta demasiado, porque vivir es un paso al frente.
Al principio fue difícil acostumbrarse a la calma, al paso lento de las horas. Pero una vez que encontré mi ritmo, no creo que haya mejor suerte que sentirme del lugar de mis raíces
Aymá calibra la cámara vieja mientras el perro grande ya ni se molesta en mover el rabo (Hace un rato pactaron algo entre ellos). Los pueblos donde no queda casi nadie son un vasto intervalo que finge una turbulenta monotonía. Algunos, los más solos, han perdido la crueldad necesaria para vivir. Un pueblo de un solo habitante es un récord de extravagancia, casi la recreación 5G de una tribu no contactada. Y no es que esto sea otra realidad, sino que es lo real de otro modo. Aquí la tecnología es una segunda instancia. "Al principio fue difícil acostumbrarse a la calma, a esta ausencia de ruido, al paso lento de las horas. Pero una vez que encontré mi ritmo, laboral y vital, no creo que haya mejor suerte que sentirme del lugar de mis raíces". Aymá asiente porque está convencido de que caminamos más cerca de la verdad.
En espacios así conviene dejarse tomar la mano por lo inoído. Esta otra España también quiere ser vivida. Agoniza pero no renuncia a su historia. Los grandes placeres diminutos tienen su medida humana. Malpica de Arba va ganando aún más silencio según la tarde se recoge. ¿Cómo es posible que lo vacío sea tan bello? La grandeza está en la elegancia sutil de la gente sencilla que un día decide regresar a sus viejas casas remozadas porque el arraigo aún sirve para algo.
María Sanz está como al principio, en la plaza de Malpica escoltada por su perro grande y bueno. Disfrutamos hace un rato de unas berenjenas al horno, bebimos cerveza fría, paseamos por las seis o siete calles de su pueblo. El invierno, cuando llegue, será lo más difícil en este pedazo de tierra que durante unas horas escogimos también para nosotros. Nos indica cómo hacer el viaje aún más lento por algunas carreteras secundarias. La noche se puso de nuestra parte. Los faros del coche, si las miras por fuera, nos convierten en liebres deslumbradas por dentro. Continuamos ruta hacia otros lugares escindidos. Falta un último pueblo para completar nuestro extravío: el más insólito, el más remoto. El de más fanática nitidez para entender lo que es el tiempo ido.
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