La liberación de Lee Miller




Aquel lluvioso día de octubre de 1932 en el que Lee Miller abandonó su apartamento del bohemio Montparnasse, su amante y maestro, Man Ray, se autorretrataba con una pistola en la mano y una soga alrededor del cuello. Atrás quedaron los días en los que, subyugado y obsesionado por la belleza y el talento de la modelo estadounidense, el fotógrafo diseccionó su cuerpo con su cámara, convirtiéndola en musa e icono de la dorada vanguardia artística parisina. Le abandonó dejándole la gloria de haber encumbrado la técnica de la solarización —fue ella quien la descubrió por error—, pero sin haber traicionado a su indómita naturaleza, incapaz de someterse a ninguna exigencia de fidelidad. El 25 de agosto de 1944, el lunes hará 70 años, la venus rubia del surrealismo, símbolo de aquello que la guerra había destruido, regresaba a la capital francesa vestida de militar, como corresponsal del ejército americano: París había sido liberado.
“No seré la única reportera en París, pero si la única dama fotógrafa, a no ser que llegue otra en paracaídas”, escribía Lee Miller a Audrey Withers, directora de Vogue en Londres. Los parisinos se habían echado a la calle a celebrar su victoria frente a los nazis y recibían a los aliados con gritos de entusiasmo, agitando banderas, encaramándose a sus vehículos para besarles y ofrecerles el vino que habían atesorado en espera de que llegara este día. Mientras, proseguían los tiroteos en algunas partes de la ciudad.
El olor de la pólvora había impregnado el instinto aventurero de esta mujer de múltiples vidas, nacida en Poughkeepsie, Nueva York, en 1907, descubierta en una calle por el editor de Condé Nast, quien fascinado por su belleza la catapultó a las portadas de Vogue, tras salvarla de ser atropellada por un coche. Cansada de prestar su cuerpo a la cámara la musa quiso ser artista y agudizó su mirada, entrenada por el surrealismo, perspicaz ante los dobles significados, aderezada por el sarcasmo a la vez que por la poesía. No hacía un mes había desembarcado en la playa de Omaha, en brazos de un marino, rumbo a Saint Malo. El combate no había cesado en la amurallada localidad francesa y era la única periodista en la zona: disponía de una guerra para sí. Sin dudarlo, se involucró de lleno en los rigores de la batalla, documentando los bombardeos en los que los americanos utilizaron por primera vez el napalm; la mayoría de sus fotos fueron censuradas, ella arrestada por haber entrado en zona de combate sin acreditación. Había conseguido inyectar dosis de realidad a las satinadas páginas de Vogue. Trascendía así a su propio mito convirtiéndose en una audaz testigo de la brutalidad de la guerra.
“Lo que la mantuvo involucrada en la guerra fue la idea de que serviría para ayudar a cambiar el mundo. Creía que al final del conflicto, el mundo iba a ser un lugar mejor y la gente sería libre, tendría paz y habría justicia. Luchó como una loca por estos ideales”, explica en la granja que heredó de su madre en el pintoresco pueblecito inglés de Chiddingly Antony Penrose, único hijo de la fotógrafa, nacido de su segundo matrimonio con el pintor, escritor y mecenas británico Ronald Penrose.
Colaborar, resistir o huir eran las opciones a las que se enfrentaron los artistas durante la ocupación y Lee Miller no tardó en conocer el paradero de sus amigos: Man Ray ya no estaba. Sus orígenes judíos le habían forzado a regresar a Nueva York. No era este el caso de Picasso, quien había optado por permanecer en su estudio de la Rue des Grands-Augustins. “¡El primer soldado aliado que veo y tienes que ser tú!”, exclamó el artista, al abrir la puerta a la fotógrafa el día de la liberación. En el eufórico verano de 1937, en Mougins, el pintor, seducido por sus encantos, retrató su sonrisa burlona, la voluptuosidad de sus pechos, y pintó un ojo en el lugar de su vagina. La encontró tan cambiada que quiso pintarla de nuevo. Le enseñó los cuadros que había realizado durante la batalla mientras cantaba a pleno pulmón, obligándola a lavarse el cuello y haciéndola prometer que volvería otro día a darse un buen baño. Era de los pocos que disfrutaban de agua caliente en la ciudad. “Picasso la pintó seis veces. Picasso no solía retratar a las mujeres con las que no se iba a la cama. Ocurría alguna vez, pero no normalmente. Pero el hecho de que la pintara de una forma tan lujuriosa, tan sexy...”, comenta Penrose, autor de varios libros sobre su madre y testigo del gran afecto que existió entre los dos.
Paul Éluard, quien había pasado a engrosar la lista de los perseguidos por sus publicaciones clandestinas, se sobrecogió al ver un uniforme de soldado aparecer en la penumbra. Esta vez se trataba de su amiga Lee. Ocho veces había cambiado el poeta de domicilio en seis meses, huyendo de la Gestapo. Por aquel entonces, Jean Cocteau había dejado de ser la bestia negra del grupo surrealista y colaboraba estrechamente con Picasso, Éluard y Aragon. En un entresuelo, iluminado día y noche por la luz de unas velas, preparaba el estreno de su nueva película, La Bella y la Bestia. Fue él quien convirtió a Lee Miller en una estatua viviente en La sangre de un poeta. Ahora ella lo retrataba cerca de una pared, donde había escrito los nombres de sus artistas favoritos.
La habitación 412 del Hotel Scribe donde ella se alojaba en aquellos días de agosto —un lugar convertido en campamento de la prensa aliada— era “una mezcla entre un rastrillo y un concesionario de coches de segunda mano”, tal y como la describía el entonces amante de Lee Miller, el también fotógrafo David Scherman: pistolas, bayonetas, cámaras, cajas de luces, cubetas de revelado, bidones de gasolina —a veces rellenos de cognac—, cremas de cara, eran algunos de los muchos objetos que almacenaba la fotógrafa junto a su máquina de escribir Hermès, donde redactaba sus artículos, no sin antes haber consumido grandes cantidades de alcohol. El bar del hotel nunca parecía agotar sus existencias de champán. Entre los asiduos se encontraban el fotógrafo Robert Capa y el editor gráfico de la revista Life,John Morris, quien recordaba a la fotógrafa en sus memorias, impactado tanto por su personalidad como por su capacidad de cambiar de compañero de cama. Demasiado pronto tuvo que aprender a diferenciar entre el sexo y el amor: a los siete años fue violada, supuestamente, por un marino, quien le contagió la gonorrea. Fue entonces cuando su peculiar padre decidió utilizar la fotografía como terapia para aliviar el trauma de su hija y comenzó a retratarla desnuda, hasta bien entrada en la veintena. “Nunca le contó a nadie que había sido violada, ni siquiera mi padre lo sabía. Tampoco sus amantes, ni sus amigas supieron nada. Yo fui quien lo descubrió, después de su muerte, por accidente. ¡Ojalá lo hubiésemos sabido antes! Hubiera sido mucho más fácil entenderla”, lamenta su hijo.
Antes de que la guerra tocase a su fin, esta artista durmió la siesta en la cama de Eva Braun y se fotografió en la bañera de Hitler, junto a sus botas machadas por el barro de los campos de concentración, mientras el Führer y su amante se suicidaban en un búnker. Deprimida y alcoholizada, no consiguió nunca olvidar el nauseabundo olor de Dachau: fue el precio que hubo de pagar por haberse acercado demasiado con su cámara al horror de la barbarie. Así, quiso borrar su pasado, ocultando su obra en cajas de cartón, en el desván de su granja en la campiña inglesa. Por aquel entonces lady Penrose ya había suplantado a Lee Miller y había cambiado su cámara Rolleiflex por los utensilios de cocina que la convertirían en una cocinera gourmet con un buen repertorio de exóticos y coloridos platos.
Acabada la guerra, Lee Miller escribía a su marido: “Le sigo contando a todo el mundo que no he malgastado ni un minuto de mi vida; lo he pasado maravillosamente, pero sé, en el fondo de mí misma, que si tuviera que volver a vivir sería aun más libre con mis ideas, con mi cuerpo y con mis afectos”.

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