Dilma Rousseff







Durante su tortura, Dilma Rousseff recibió un puñetazo en la cara que le rompió varios dientes y le dejó la mandíbula desviada de por vida. Recibía constantemente electrocuciones a través de electrodos conectados a sus pechos desnudos, vagina e interior de la boca. Más tarde, quedaba atada boca abajo mientras debido al choque eléctrico sus ojos se vidriaban y su boca espumaba hasta que finalmente se desmayaba. Más tarde un médico certificaba que no hubiera muerto y la tortura comenzaba de nuevo. Roussef, en la veintena por aquel entonces, permaneció en una celda oscura, entre sus propias heces y sangre durante meses, pudriéndose y sufriendo constante tortura. El hombre responsable de la misma, Carlos Alberto Brilhante Ustra, recibió un homenaje el pasado domingo en el Congreso brasileño por Jair Bolsonaro, uno de los más firmes defensores del juicio político (impeachment) en el que está envuelta Dilma Rousseff.
— Florencia Costa.





La primera vez que se fue la luz en el palacio presidencial, Dilma Rousseff hizo una mueca. La segunda, volteó los ojos. La tercera, saltó de la silla y exigió a su personal que averiguaran lo que sucedía.
“Ese era mi tema”, dijo, echando chispas, durante la entrevista, señalando que había hecho de la red eléctrica brasileña una prioridad antes de que la suspendieran como presidenta. “No sé el motivo por el que sucede esto”.
Con Rousseff desprovista de su autoridad, la sensación de impotencia e indignación impregna el Palácio da Alvorada, la residencia en la que le permiten vivir mientras el conflictivo debate sobre su destitución definitiva se atasca en el senado.
No se suponía que acabara así. Brasil esperaba celebrar sus victorias en la carrera hacia los juegos olímpicos que se celebrarán en Río de Janeiro y no ser rehén de un espectáculo de disfuncionalidad política.
Se suponía que a estas alturas, Rousseff, la primera mujer que ha dirigido a Brasil, estaría preparándose para saludar dignatarios y no sufriendo la humillación de un juicio político que, mientras se dirime, la tiene colgando de un hilo.
“Estos parásitos”, así es como llama a sus rivales, a quienes tratan de destituirla. A quienes sufren sus propios escándalos de corrupción.

Por ahora, sigue rodeada por los lujos del palacio diseñado por Oscar Niemeyer, con un batallón de empleados que sirve tacitas de café, la piscina climatizada al fondo y el jardín, perfectamente mantenido. Obras maestras del modernista Emiliano Di Cavalcanti o de Alfredo Volpi cuelgan de las paredes.

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