Las artistas y escritoras que lograron ser consideradas surrealistas (pese a ser mujeres)
«El marco de inicio del surrealimo fue 100% masculino. A la mujer se le otorga un papel que se se limita al de amante, esposa, musa, amiga…», dice José Jiménez, catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Autónoma de Madrid, es el comisario de la exposición Somos plenamente libres. Las mujeres artistas y el surrealismo.
La muestra, que podrá visitarse a partir del 10 de octubre en el Museo Picasso de Málaga, reúne más de cien obras de 18 artistas: Eileen Agar, Claude Cahun, Leonora Carrington, Germaine Dulac, Leonor Fini, Valentine Hugo, Frida Kahlo, Dora Maar, Maruja Mallo, Lee Miller, Nadja, Meret Oppenheim, Kay Sage, Ángeles Santos, Dorothea Tanning, Toyen, Remedios Varo y Unica Zürn.
El título de la exposición explica su objetivo: «Todas estas mujeres protagonizaron un proceso complejo para convertirse en partícipes de este movimiento que, desde lo literario y artístico, fue tornando a una posición teórica y cultural ante la vida, y cuyo principal fundamento fue la libertad».
Libertad plena frente a la represión moral y la que imponía el conocimiento racional («de ahí la importancia que adquieren los sueños»). Lo renovador y provocativo del movimiento atrajo a numerosas mujeres artistas, convirtiéndose en una de las corrientes vanguardistas con más féminas entre sus filas. Aunque solo en apariencia. «Muchas de las mujeres que se acercaron al grupo sufrieron cierta decepción».
Porque esa lucha por la libertad que con tanta vehemencia enarbolaban los surrealistas no incluía a las mujeres. «Es entonces cuando comienza ese proceso con el que estas artistas reclaman su papel de sujetos pensantes activos/creativos». Conseguirlo no fue tarea fácil. Se tardó mucho más tiempo del deseado. «Muchas se afirmaron como grupo de artistas y escritoras pero fueron los prejuicios patriarcales los que condenaron a su obra al silencio».
Hubo que esperar hasta 1977, más de 50 años después del surgimiento del surrealismo, para que a estas artistas se las reconociese, si no como integrantes del grupo, al menos como cercanas a este. «Aquel año, se publica un número especial de la revista Obliques, en París, titulado La mujer surrealista. En él se recogía el trabajo de un buen número de escritoras y artistas que habían quedado a la sombra de los grandes nombres del movimiento».
El papel secundario al que la mujer quedó relegada todos los años previos respondía, según Jiménez, a la imagen que de ella proyectaba el surrealimo. «Por un lado, a la mujer se le valoraba desde un punto de vista positivo como mostraba aquella imagen de un grupo de varones surrealista rodeando a una militante anarquista a la que acompañaba la frase de Baudelaire que decía: “La mujer es el ser que proyecta la mayor luz y la mayor sombra”».
En ese panorama, a las artistas y escritoras que se movían en el ambiente surrealista no les quedó otra que luchar por el reconocimiento de sus colegas. Es ahí donde comenzaba precisamente las connotaciones negativas asociadas a la mujer. «Ella proyectaba la luz a través del amor pero a la vez también podía hacer caer al hombre en la mayor de las sombras. Es ese punto diferencial de la mujer respecto al varón para los surrealista. Por eso da miedo. Es una percepción muy unida a la clásica imagen de la Medusa, la mujer con el cabello de serpientes…».
«Todas ellas abrieron un territorio que los hombres no llegaron a hacer en el sentido de que supieron entender que la identidad de género es una construcción que no puede depender de un determinismo biológico: si eres hombre eres esto y si eres mujer esto otro».
Aunque estas mujeres encontraron potentes aliados como Marcel Duchamp. «Creó su propio alter ego femenino con el personaje Rrose Sélavy, homofonía que en francés significa algo así como “Eros es la vida”, y con la que venía a reivindicar la aceptación de la androginia como configuración simbólica de la identidad».
Las condiciones en las que estas mujeres tuvieron que desenvolverse fueron, en muchos casos, devastadoras. Ocurrió con Urica Zürn, compañera durante años de Hans Bellmer, que tras varios años en diversas clínicas psiquiátricas acabó con su vida lanzándose al vacío desde la ventana de su casa en París. O de Leonora Carrignton, cuya salud mental también la mantuvo hospitalizadas durante largos periodos de tiempo.
Ejemplos cuasi paradigmáticos de aquellas mujeres y que el propio Breton reflejó en Najda, un texto autobiográfico en el que relata la relación con una mujer de la que se enamora de inmediato. «La protagonista estaba bastante perturbada. Después de incitarla para que se iniciase en el mundo del arte, Breton la abandona sumiéndola en una profunda crisis mental que nunca pudo superar». Para Jiménez, todos estos casos no son más que la muestra de que «la mayoría de ellas tuvieron que desarrollar una fuerza interior descomunal para poder hacer frente a las vicisitudes personales y coyunturales.
Desde la prehistoria nos vienen silenciando; ellos, siempre ellos protagonistas.
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