En busca de Vivian Maier



La novela de la vida de Vivian Maier está llena de páginas en blanco. Vivian Maier se llevó su secreto a la tumba, pero dejó más pistas que nadie sobre su identidad escondida. Dejó más de cien mil negativos fotográficos tomados a lo largo de más de cuarenta años y no revelados nunca. Dejó películas en super 8, cintas magnetofónicas de conversaciones con desconocidos, docenas de sombreros, pares de zapatos, vestidos, abrigos, prendas de ropa que solo descartaba cuando estaban muy gastadas pero que no tiraba nunca; dejó facturas, recibos, billetes de tren, entradas de cine, tubos de rollo de película que contenían dientes de leche de los niños a los que había cuidado o monedas o botones o chapas con consignas políticas; dejó cartas guardadas con cuidado en sus sobres de origen después de leídas, y cartas no abiertas nunca; dejó varias cámaras Rolleiflex que había usado para tomar sus fotografías; dejó sobre todo cajas de cartón y maletas llenas de recortes de periódicos y de periódicos enteros, sobre todo ejemplares que tuvieran en la primera página titulares de crímenes, o que contuvieran noticias de violaciones, de raptos, de asesinatos estrambóticos, de desgracias horrendas. Dejó recuerdos variados y contradictorios en las familias para las que había trabajado como cuidadora de niños durante unos cuarenta años, en Nueva York y sobre todo en Chicago. Se conformaba con salarios muy bajos, pero en cada casa en la que servía reclamaba el derecho a poner un candado en la puerta de su habitación. Parecía no tener familia y carecer por completo de otra vida que no fuera la que dedicaba a su trabajo. Siempre salía llevando al cuello su cámara de fotos, que era un rasgo de su presencia personal tan invariable como sus grandes abrigos o gabardinas, sus sombreros de alas caídas, sus camisas masculinas, sus faldas como de monja de paisano, sus zapatos negros y austeros de tacón bajo. Todos los dueños de las casas en las que vivió y todos los niños a los que cuidó la vieron siempre con la cámara, pero nadie mostró jamás la menor curiosidad por saber lo que hacía con ella. Tampoco ella hizo, que se sepa, el menor esfuerzo por mostrar el resultado de una tarea en la que ponía los cinco sentidos, que llenaba sus horas de caminatas solitarias por la ciudad en sus días o tardes libres y de la que seguía ocupándose incluso cuando sacaba a pasear a los niños a su cargo. El secreto de Vivian Maier es doble, porque no se sabe qué la impulsaba a tomar fotos sin cesar ni cuál fue su formación, pero tampoco se sabe por qué eligió mantener secreta una afición que le importaba tanto y para la que tenía tanto talento. En los cajones de papeles y de toda clase de materiales que acumuló Vivian Maier a lo largo de su vida no hay ni un solo testimonio, ni una carta, ni una reflexión, ni un solo indicio de sus ideas sobre la fotografía. Llegó a imprimir solo unos pocos negativos, probablemente por falta de dinero. Se jubiló ya mayor y dejó casi todo lo que había acumulado a lo largo de la vida en cuartos trasteros o garajes de sus antiguos patronos. En 2007, un historiador aficionado de 27 años, John Maloof, compró más bien por azar unas cajas de negativos que encontró en uno de esos mercadillos que son el recuelo y el último muladar de las vidas anónimas, los almacenes en los que va a parar lo que ya no es de nadie y lo que no quiere nadie, las bibliotecas y las colecciones de los muertos, sus fotos familiares y sus documentos de identidad y sus cartas de amor y los cuadritos que tenían sobre las repisas y los zapatos de charol cuarteados y endurecidos de niños que están muertos.

Maloof compró el archivo porque costaba menos de trescientos dólares y porque al mirar por encima los rollos de película entrevió en ellos imágenes callejeras y cotidianas de Chicago. Poco a poco fue cobrando conciencia del tesoro que había encontrado y de su extensión abrumadora. Parecía que aquella mujer de la que no sabía nada y de la que no encontraba rastros ni siquiera en Google no había parado nunca de caminar por ahí haciendo fotos y preservando todo lo que caía en sus manos. Cada nuevo negativo que revelaba era un deslumbramiento. Vivian Maier era el resumen de toda la gran fotografía americana del siglo XX y al mismo tiempo tenía una manera de mirar afiladamente suya, una sinuosa originalidad que escapaba de cualquier tentativa de clasificación. Juntaba el gusto por lo monstruoso cotidiano de Diane Arbus con la atención cordial a los juegos callejeros de los niños de Helen Levitt. Los borrachos tirados por las aceras, los locos ambulantes, las víctimas animales o humanas de la crueldad, forman una parte tan integral de su mundo como del de Weegee, pero en Vivian Maier hay compasión, o al menos una observación fascinada, y nunca sarcasmo. Estaba igual de atenta a lo extraordinario y a lo común. Miraba con el mismo asombro ecuánime al espanto y a la belleza.
Igual que quería guardar cada mínima huella material de su vida y cada periódico de cada día, parece que aspiraba a preservar cada imagen, cada cara, cada hecho con el que se cruzara en sus caminatas. Empujando carritos de bebé y llevando a niños de la mano se alejaba hacia los barrios más pobres, hacia los descampados industriales de los mataderos, y no le importaba abandonar una avenida luminosa para adentrarse en un callejón en el que podía tomar fotos de cubos de basura y de las chozas de cartones en las que se cobijaban los vagabundos. La cámara Rolleiflex le permitiría pasar más inadvertida, ya que la enfocaba a la altura de las caderas y no de los ojos, inclinándose para estudiar el visor. Vistas desde ese ángulo, de abajo arriba, las personas adquieren una presencia imponente, y el espectáculo de la calle se observa desde el lugar aproximado de la mirada de un niño.
Grande, austeramente vestida, con cara de vigilancia y de ensimismamiento, con un andar enérgico de braceos y zancadas, según atestiguan quienes la conocieron, con su cámara colgada al hombro y disimulada a plena vista, Vivian Maier encontraba muchas veces la imagen de una desconocida que era ella misma. Se sorprendía a sí misma, con esa extrañeza de quien se ve sin aviso y de golpe, viendo en una fracción de segundo no la cara que imagina que tiene, sino la que ven y conocen los demás, en el escaparate de una cafetería, en el cristal de una cabina de teléfonos, en un espejo que llevaba al hombro un empleado de una tienda, en el de un cuarto de baño. Hacía fotos de sí misma mirando al objetivo o eludiendo su disparo; retrataba su imagen en un escaparate y al mismo tiempo su propia sombra alargada. Cada autorretrato de Vivian Maier ahonda su secreto en lugar de disiparlo. Mira desde tan lejos en esas fotografías como un fantasma de ella misma que se pasea de incógnito entre los vivos, con la cámara al cuello.

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