Sylvia Plath
El canon recibe a Plath (Boston, Massachusetts, 1932-Londres, 1963) como non plus ultra de la poesía confesional. No está sola, pero sí muy alto: Anne Sexton, Robert Lowell o Allen Ginsberg la acompañan en esta tremenda tribu de poetas que decidieron psicoanalizarse públicamente durante los años 50 y 60. Ciertos aspectos de lo humano incomodaban a América, y los poetas confesionales tuvieron la curiosa ocurrencia de reunirlos todos en un solo género y hablar de ellos hasta que a América le sangraran los oídos. La homosexualidad, la enfermedad mental y el suicidio, así como la sensación de pánico ideológico posterior al Tercer Reich y coetáneo del McCarthysmo, nunca formaron parte del plan Familia Kellogg's: una América extrapuritana, domesticada, Disney. La poesía confesional es un Octubre Rojo en el pulmón de América. Contribuyó a sacar una sociedad de su propia idiotez a base de palos, haciéndola más honesta, más libre. No fue bonito, pero sí necesario.
En el Gran Sueño Americano irrumpe Plath con sus apocalípticos poemas sobre cómo la mente se destruye a sí misma o por qué es necesario odiar al patriarcado que te convierte en una parodia de lo que eres. Su actitud no gustó, pero fascinó. Meter la cabeza en el horno mientras tus hijos duermen en la habitación de al lado tampoco ayuda. Tres años después de que el Howl de Ginsberg fuese sentado en el banquillo de los acusados por obscenidad, The Colossus (1960) introduce a Sylvia en un espacio poético donde no caben los juicios, ni la hipocresía, ni la vergüenza. Una dice lo que es y punto. Esta política de transparencia absoluta se disuelve en paradoja cuando Ariel ve la luz en 1965, dos años después de la muerte de Plath. Lo editó Ted Hughes, y bien podría incluirse en su propia bibliografía: la idea original de su mujer no se sabe demasiado bien dónde queda, entre tanta remodelación y supresión y pongamos aquí este poema en lugar de este otro. Dejando a un lado la falta de respeto y ética que las decisiones de Hughes muestran, el Arielde 1965 bien puede considerarse como obra conjunta de dos de los mejores poetas del siglo XX, aunque una de ellas no tuviera voz en el asunto más allá de aportar la materia prima, el diamante en bruto de sus poemas. Y nosotros deberíamos sentirnos afortunados por ser lectores en el XXI: el Ariel original de Sylvia, sin las interferencias ni cortes autoritarios de su marido, se publicó finalmente en 2004. Todos contentos.
Plath nunca pretendió inventar nada. Su misión era la creación ex nihilo. Se pasó gran parte de su corta vida enterrando el bullicio de su alma en lo más profundo de una depresión, en un intento cuerdo y heroico de que la vida no la enterrara a ella. Pero la poesía llegó y lo sacó todo a la luz. Fueron Lowell y Sexton quienes animaron a Plath a seguir el camino más estrecho: escribir con la grandeza de los genios. Y Sylvia, que era tímida y terrorífica, comenzó la redacción de su opus magnum: se inscribió a sí misma en la poesía para nacer de nuevo, esta vez de acuerdo con sus propias normas. Y con ella renació todo lo suyo. Plath no habla de su padre, ni con su padre: se convierte en Dios que crea a su padre para tener derecho a matarlo, y lo hace. Es Electra, si la decisión de Electra hubiese sido la correcta. De su parricidio poético extrae la interesante conclusión de que a todas las mujeres nos entusiasman los fascistas, deconstruyendo la ironía hasta obtener de ella denuncia.
La ferocidad de Sylvia da bastante miedo, pero es un miedo bueno, como el que inspira la tragedia griega. Es el temor instintivo a la caída de la que no es posible levantarse: lo fatal. Somos inocentes de existir, de pensar, de sentir. Pero nuestra existencia, inteligencia y vulnerabilidad nos llevan a cometer errores irreparables, algún crimen incluso. Estar vivos implica ser culpables. De algo, lo que sea. La imaginación trabaja a destajo y se resiste a pedir perdón. (Además, pedirle perdón ¿a quién?) Plath se viste de furia, se vuelve personaje trágico. Nota cada parte de sí misma como si fuera el todo: su pelo, sus manos, la obsesión por acabar con el dolor. Verla caer es catártico porque se desploma como un imperio: por implosión, sin tocarnos físicamente, pero dejando un vacío que lo llena todo. Y la crónica de su ausencia la escribió ella misma. Hay fragmentos de ti y de mí diseminados por sus ruinas. También nosotros participamos de esta altura y de esta profundidad.
La poesía confesional es una ideología, y como tal tiene algo de totalitario. Quien crea que la poeta es sincera se equivoca. Sylvia no expresa emociones, su obra no es autobiográfica: es la ingeniería de una existencia llamada Plath. Toda ficción es irreal y la única verdad humana. A la poeta no parece importarle la vida, que no deja de ser una experiencia cotidiana y por ello poco apasionante. Todo en Plath es muerte: acontecimiento. Dialogar con la muerte conviene, porque si es posible negociar con ella tal vez lo sea también frenarla, incluso pararla. Para Sylvia, cada acto voluntario o involuntario es una forma de arte, y morir es algo que a ella se le da especialmente bien, y de ello se jacta. Lo extraordinario de la confesionalidad de Plath es que apenas tiene nada que ver con su vida, real o imaginaria. La memoria de la mujer es proactiva, profética. Recuerda lo que viene, o mejor, lo que ella misma va a traer, y va a traerlo aunque sea apaleado y a rastras. La existencia es aniquilación de la existencia. La poesía es signo de los tiempos y del destino que nos hace esclavos (por la responsabilidad) y libres (por la elección).
Medio siglo después de su suicidio, mantener viva a Plath importa. No se trata de paraísos de la infancia ni de amores de desigual calidad ni de muros de la patria mía. La poesía es coraje. Arrancarse las miserias de dentro y lo más puro del corazón también y convertirlo en monumento, a la vista de todos y, sobre todo, ante los ojos de una misma. Leer a Sylvia es comprender que existe otro modo de autenticidad, un modo de ser real que nada tiene que ver con la realidad. Plath lo sueña todo, y la secuencia de destrucción que es su sueño, a rebosar de mitos y pesadillas, encarna la tierra baldía de Eliot en el corazón humano. Hay ficción, no fingimiento. Éste es el proceso de la mujer en construcción que avanza hacia el desastre, y su paso es tan firme que el desastre retrocede. Sylvia se miró y nos vio a todos. Más siglos, probablemente todos, esperan a la reina de ángeles y demonios.
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