«Me merezco el Premio Princesa, pero no me lo van a dar»
El despacho de la mejor científica española es tan austero y tan pequeño que parece de mentira. En seis metros cuadrados, se agolpan los papeles y apenas queda sitio para un ordenador y numerosas carpetas que se apilan en un equilibrio no demasiado estable. En la mesita redonda que ocupa casi la mitad del espacio disponible –y que también está llena de informes y documentos– come cada día, a eso de la una de la tarde, un menú que rara vez cambia y que trae de casa: un sandwich de queso, una manzana y un té. Margarita Salas (Canero, Asturias, 1938) no entiende la vida fuera de su laboratorio, en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa. «Aquí me concentro y me olvido del mundo», confiesa con una sonrisa tímida. Se concentra frente a la imagen de un virus, el PHI-29, sobre el que lleva trabajando 48 años, en una tarea investigadora que ha dado excelentes resultados que han hecho posible amplificar el ADN. De ahí salió una patente con una aplicación muy vista en las modernas series policiales de la televisión:cada vez que en ‘CSI’, ‘Bones’ y cualquier otra sobre forenses aparecen restos humanos en los que casi no queda rastro de ADN, recurren a ese amplificador. «Supongo que también lo habrán usado con los huesos que se considera que son de Cervantes», asegura. Margarita Salas y su equipo lo han hecho posible.
–Su padre fue uno de los afortunados que pasaron por ese semillero de talentos que fue la Residencia de Estudiantes. ¿Qué le contaba de aquellos años?
– Allí coincidió, entre otros, con Buñuel, Dalí y Lorca. También estaba Severo Ochoa; eran primos y tenían la misma edad. El recuerdo que tenía de todo aquello era fantástico. Nos hablaba de cuando estuvieron Albert Einstein y María Curie dando conferencias. Y de unos ripios de Lorca: «Y ahí se reúnen tomando café/ junto al bacilo del tétanos/y la mosca tse-tsé».
– Usted no tuvo la suerte de estar en la Residencia. Nació antes de que finalizara la Guerra.
– No, y además mi padre había estado unos meses en la cárcel durante la Guerra Civil. Era sobrino de Álvaro de Albornoz, que había sido ministro de la República. Mientras trabajó en un psiquiátrico, defendió a las monjas que había allí. Cuando llegaron los nacionales, lo metieron en la cárcel.
– ¿Y su madre?
– Mi madre era maestra y por eso mi padre pudo hacer un estudio con niños. Se casaron el 3 de agosto de 1936.
– No eran buenas fechas...
– No, claro. Nada más casarse se fueron a Canero, donde mi abuelo tenía una finca. En 1939, mi padre se quiso venir a Madrid, pero lo vetaron, y se instaló en Gijón. Allí fui por primera vez a la escuela y me pasé el primer año casi sin hablar, por pura timidez.
– Luego estudió la carrera en Madrid. ¿Cómo se decidió por la Química?
– Éramos tres hermanos, un chico y dos chicas, y mis padres tenían muy claro que nosotras iríamos a la Universidad. «Es la única herencia que os voy a dejar», decía él. Yo no sabía si hacer Medicina o Química y al final me vine a Madrid a estudiar Química. En cuanto llegué, me entusiasmó el laboratorio de Química Orgánica.
– ¿Cómo vivía una muchacha en una Facultad de Ciencias en aquellos años? Sería de las pocas alumnas que había.
– No lo crea. Teníamos las clases en la Ciudad Universitaria, menos un par de asignaturas, que se impartían en el edificio de San Bernardo. En algunas materias, estábamos separados chicos y chicas. No éramos pocas, alrededor de un tercio de la clase. Lo que sucedió fue que la mayoría se casaron incluso antes de terminar la carrera y lo dejaron. Algunas se reengancharon tiempo después.
– ¿Usted siempre tuvo claro que se dedicaría a la investigación?
– No. Tenía dudas y en ocasiones pensaba que terminaría en una empresa. Pero al acabar tercero, entonces la carrera era de cinco años, en unas vacaciones en Asturias conocí a Severo Ochoa. Había estado mucho tiempo sin aparecer por España porque no quería saber nada del régimen de Franco, pero finalmente empezó a venir en agosto. Pasaba quince días en Luarca y otros quince en Gijón.
– ¿Cómo lo conoció?
– Mi padre lo invitó a comer en casa y yo le conté lo que estaba estudiando. Él nos invitó a una conferencia en Oviedo. Fuimos y yo quedé fascinada. Yo aún no había estudiado Bioquímica y al regresar a EE UU Ochoa me envió un libro. Lo leí y para cuando acabé la carrera ya tenía decidido cuál iba a ser mi futuro.
– Y se puso a ello.
– Sí. Ochoa me sugirió hacer la tesis en España, con Alberto Sols, que era un excelente bioquímico, y luego irme a EEUU a un curso post doctoral con él. Así empezó todo. Yo estoy convencida de que la vocación no nace, se hace. Y la investigación es una pasión.
–Cuando llegó a EEUU ya se había casado con el científico Eladio Viñuela...
– Era muy brillante. Nos hicimos novios cuando yo estaba en quinto curso. Él había empezado a trabajar en temas de genética, pero se puso a hacer la tesis también con Sols.
–Cuando las acabaron, se casaron y se fueron a Nueva York, donde vivieron tres años...
– Al llegar sufrimos un verdadero impacto. Desde el punto de vista científico, aquí no había nada, y allí los medios eran enormes. Y en lo cultural... éramos como los paletos de pueblo que llegaban a la ciudad. Sentimos una emoción intensa viendo ‘Viridiana’, íbamos a exposiciones de arte y conciertos, comprábamos discos...
– ¿Por qué regresaron?
– Podíamos habernos quedado, es cierto. Pero nos planteamos volver para enseñar aquí lo que habíamos aprendido. Nos vinimos de manera condicional: si no podíamos trabajar, regresaríamos. Piense que en 1967 aquí no había financiación para hacer investigación. Pudimos volver porque habíamos solicitado la realización de un proyecto a una institución americana y nos lo concedió. Ochoa tuvo bastante que ver con que nos lo dieran. Su ayuda fue decisiva.
– Usted fue una madre tardía...
– Era una especie de bicho raro por planificar la maternidad en función de la carrera. Muchos me preguntaban por qué lo hacía.
–Y cuando ya tuvo a su hija, ¿sintió alguna vez que no la atendía lo suficiente?
– Antes de que naciera, mi marido y yo trabajábamos incluso los fines de semana. Luego tuvimos en casa una señora que había sido mi niñera. Era ella quien cuidaba de la niña y de la casa. Nosotros dejamos de trabajar los fines de semana y entonces nos dedicábamos a estar con ella. Hay mujeres que se siente culpables por prestar poca atención a sus hijos. A mí no me sucedió nunca, porque sabía que la niña estaba muy bien cuidada.
– En esos años, además, empezaba con el virus PHI-29.
– Sí, se descubrió en EEUU y pensamos que era un buen modelo para iniciar el trabajo en España. Era pequeño, complejo y en ese momento no era competitivo. Empezamos a estudiarlo a la vuelta de EEUU. De cara al exterior, yo era la mujer de Eladio y él, quien dirigía el trabajo. Por eso, él decidió iniciar un nuevo trabajo sobre un virus de la peste africana para demostrar a nuestros colegas que yo podía dirigir un proyecto. A partir de ahí fue cuando conseguí ser una científica con nombre y no solo ‘la mujer de’.
– ¿Se ha sentido discriminada?
– Sí, me he sentido así. No en la Facultad, pero sí en el doctorado. Sols era muy buen científico, pero muy machista. Si me aceptó en su programa fue porque llegué con una recomendación de Ochoa. De otra forma no me habría cogido. Años después contó que cuando me presenté en su despacho pensó: «Bah, una chica. Le daré un tema sin importancia y si lo deja no pasa nada». Eso es lo que se esperaba de una mujer en la investigación.
–¿Y a partir de ahí? ¿Ha acabado esa discriminación?
– Ahora hay más chicas haciendo tesis y en la concesión de becas no existe discriminación. Tampoco en el CSIC para obtener un puesto. Pero, en general, las mujeres no han llegado a los cargos más altos, a dirigir grupos de investigación, por ejemplo. En parte porque hemos empezado tarde, pero también porque nos hemos resistido a ocuparlos. En este centro, por ponerle un ejemplo, ha habido veinte directores a lo largo de su historia. Solo uno fue mujer: yo. No ha habido demasiados pasos adelante.
– Reconoce haber sido discriminada, es mujer y académica. ¿Qué le parece que se duplique el género para hacer ‘visibles’ a las mujeres, que se hable de científicos y científicas?
– Es ridículo. Creo que no hay que duplicar el género, aunque a veces en un discurso esté bien hacerlo. Pero usar el masculino genérico no es discriminatorio ni oculta a nadie.
– Hay quien dice que los políticos duplican el género y así ocultan que luego hacen bien poco por la igualdad...
– Ya hay leyes de igualdad... Mire, a mí no me gustan las cuotas. Toda discriminación positiva supone una discriminación negativa para alguien. No quiero que nos den nada por ser mujeres. No me gustaría que a lo largo de mi carrera me hubiesen dado nada por esa causa. Eso sí, que tampoco nos lo quiten. Hay un sitio en el que sí me parece importante que se reserven al menos un 40% de los puestos para las mujeres: los tribunales. Los hombres tienden a ver solo a los hombres a la hora de elegir.
– Hablando de tribunales y jurados... ¿Logrará el premio Nobel?
– No. Sería un milagro y no creo en milagros.
– ¿Y el Princesa de Asturias de Investigación?
– Es mi asignatura pendiente, pero sé que no me lo van a dar. Todos los años me presentan... Sí creo que me lo merezco porque a esa altura sí estoy. Siento especialmente que no me lo den porque soy asturiana.
– Y marquesa.
– Sí (sonríe). Me llamó Alberto Aza para decirme que el Rey quería hacerme marquesa y me preguntó qué nombre me gustaría. Y como soy de Canero, pues marquesa de Canero. Hace tiempo que no voy por allí, pero cuando lo hago me hace ilusión ver la casa donde nací.
– Una marquesa que no estuvo en la recepción de palacio tras la coronación de Felipe VI.
– No me invitaron...
– ¿Qué le pide a la vida?
– Salud, porque tengo miedo a no tenerla. Y que mi hija sea feliz.
– ¿Tiene miedo a la muerte?
– Sí, la muerte me asusta. Mi familia directa se compone de muy pocas personas: mi hermana, mi hija y yo. No quiero dejar sola a mi hija.
–¿Dedicarse a la ciencia, y más aún en su especialidad, cambia algo la percepción de la vida y la muerte?– Creo que no. No tengo conciencia de ver la vida de otra manera. Dedicarte a la ciencia influye en el sentido de que no nos creemos el centro del Universo... Pero me impresiona mucho la muerte. En los últimos años han fallecido mi marido, mi hermano, mi madre hace poco, con 101 años... A medida que vas cumpliendo años se ve más de cerca. A mí me asusta, como le decía.
– ¿No cree que haya nada después?
– No. Algunos me dicen que mi marido me está viendo. Ojalá tuviera ese consuelo. Sería más feliz. Pero no lo pienso.
– Sin llegar a eso, ¿se imagina la vida fuera de este laboratorio?
– No me gusta imaginarlo. Esto es mi vida. Si un día no pudiera venir, sería muy desgraciada. Ya le he dicho al presidente del CSIC que seré como Rita Levi Montalcini, que seguía yendo a su laboratorio con 100 años. Sería terrible no estar aquí. Tengo otras actividades, las academias de la Lengua y de Ciencias, doy conferencias... pero lo primero es esto.
– Acaba de citar a Levi Montalcini. ¿Es su modelo?
– Ella decidió no casarse para no estar supeditada a un hombre. Y cuando cumplió 100 años dijo que lo importante es no tener arrugas en el cerebro. Las físicas no tienen importancia.
– ¿Es cierto que le gusta mucho bailar?
– Sí, siempre me ha gustado. A lo agarrado, claro: pasodobles, valses... Ahora tengo pocas ocasiones de hacerlo. Si acaso, en alguna boda.
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