Pearl S. Buck, la Nobel olvidada



El tiempo es el mejor juez del valor del arte. Si eso es así, que hoy muy pocos se acuerden de la escritora norteamericana Pearl S. Buck (Hillsboro, Virginia Occ., 1882 - Danby, Vermont, 1973) debe de querer decir algo. Y sin embargo estuvo en la cumbre. Ella fue durante los años 30 una de las autoras estadounidenses más leídas gracias a sus vívidos retratos de la entonces inexpugnable China. 'Viento del Este, viento del Oeste', 'La buena tierra' o 'La estirpe del Dragón' son novelas cargadas de sentimentalidad y buenas intenciones, pero con una poderosa capacidad, hay que reconocerlo, para conectar con los lectores. En España, ya con el amplificador de las adaptaciones de Hollywood, sus novelas fueron el obligado fondo de armario de las bibliotecas familiares en los años 50 y 60.
Buck obtuvo en su momento los mayores honores. El Pulitzer, por 'La buena tierra'. Y en 1938, la distinción suprema, el Premio Nobel. Un galardón el de Buck que todavía se utiliza como arma arrojadiza para desacreditar un premio que ninguneó a Borges, Nabokov o Joyce y que puestos a elegir a una gran escritora prefirió a la complaciente Buck en detrimento de Virginia Woolf.
La autora vuelve a estar de actualidad con la recuperación de 'El eterno asombro' (Ediciones B), su última novela que escribió con 80 años, ya próxima a su muerte, y cuyo manuscrito perdido y al parecer robado apareció sorprendentemente en el 2012 en Tejas, en uno de esos trasteros de alquiler cuyo contenido suelen comprar los curiosos cuando nadie los reclama con la intención de descubrir alguna joya oculta. En este caso hubo bingo. Las 300 páginas manuscritas y su correspondiente copia a máquina pudieron ser adquiridas por la familia y han puesto a la autora de nuevo en las librerías cuatro décadas después de su muerte. La novela, como asegura uno de los hijos de la autora, Edgar Walsh, dista mucho de ser perfecta. «Mi madre no dejó instrucciones sobre cómo debía quedar la novela en su forma final. Aun así, para sus viejos y nuevos lectores esta obra representa una oportunidad única para conocerla de verdad», dice en el prólogo.

Tiempo interesantes

Liquidar a Buck como cursi y grafómana -sin duda produjo demasiados libros y los posteriores al Nobel, el grueso de su producción, son muy descuidados- puede llegar a ocultar la valía personal de una mujer que según la maldición china vivió tiempos interesantes y a la que la crítica feminista no se ha molestado en rescatar, pese a que fue una gran defensora de los derechos de las mujeres. Para saber más no hay más que consultar la biografía que le dedicó Hilary Spurling y que Circe publicó en el 2012.
Hija de un misionero fanático y de una mujer que vio morir a cuatro hijos a causa de la disentería, el cólera o la malaria, Pearl S. Buck llegó a China con sus padres a los tres meses y allí permaneció con algunas interrupciones hasta pasados los 40. Ese tiempo sirvió para alimentar el meollo de su literatura y para mostrar a Occidente y sin exotismos la dureza real de la vida rural en el país. Como asegura Spurling, su principal valor fue retratar a los chinos como un pueblo igual a cualquier otro y demostrar un respeto absoluto, sin resabios colonialistas o religiosos, por su cultura milenaria. Se ha dicho también que ella fue quizá el más importante puente cultural entre Estados Unidos y China, muchos años antes de que Richard Nixon bajara del avión en Pekín en 1972. Por cierto, como La buena tierra estaba prohibida en China, el gobierno de Mao no permitió que Buck formara parte del séquito del presidente .
Pearl S. Buck se crió en Chinkiang, ciudad del suroeste de China a fines de un siglo XIX que en realidad más parecía la Edad Media. Pearl, entonces con su apellido de soltera Sydenstricker -que conservó en la S. de su nom de plume-, pelo rubio y ojos azules, no tuvo a su alrededor a ningún occidental fuera de su familia y hablaba indistintamente inglés y mandarín -idioma en el que, aseguraba, seguía pensando en su madurez- hasta el punto de que los chinos que no la conocían huían despavoridos cuando se daban cuenta de que comprendían a aquel pequeño diablo extranjero.
En 1910 se matriculó en la Universidad en Virginia, donde, recién salida de un voluntariado para educar a las prostitutas, no acabó de encajar en aquel ambiente elitista. Se casó con John Lossing Buck, economista agrícola con el que regresó a la China más profunda pero, y pese a que el matrimonio superó diversos contratiempos -la guerra civil china, por ejemplo-, acabó disolviéndose. El mayor de los problemas de la pareja fue la discapacidad psíquica de su única hija biológica. Buck llegó a adoptar hasta siete hijos más, los dos últimos mulatos, y en cierta manera fue pionera de las hoy habituales adopciones internacionales, abogando especialmente por los niños mestizos, muy habituales por el efecto colateral de la guerra y con muchos más problemas para ser acogidos entonces por las familias blancas.
Los años americanos de la autora, a partir de 1932, fueron más felices, pero también más insustanciales. Volvió a casarse. Esta vez con su editor. Hizo crecer su familia, recibió el criticado Nobel y contestaba puntualmente las cartas de sus fieles lectores. Todo perfecto si no fuera porque, ya viuda en sus últimos años, que su hijo denomina como «caóticos», se dejó seducir por Ted Harris, un poco escrupuloso profesor de baile, que se ganó la confianza de la octogenaria, se convirtió en presidente de la Fundación Pearl S. Buck y logró dejar limpiamente a sus herederos fuera de la herencia y a ella prácticamente en la ruina. Es en este periodo cuando redactó El eterno asombro y cuando el manuscrito desapareció, presumiblemente sustraído por Harris, aunque Walsh no lo diga. Ahora la novela de Buck surge como testigo de un pasado más ingenuo e idealizado.

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