A propósito de Hannah Arendt



Ya sean sus obras mayores lo que se lea de ella —Los orígenes del totalitarismo, Eichmann en Jerusalén—o sus artículos y entrevistas es difícil no sucumbir al embrujo de la inteligencia de Hannah Arendt. Se sabe todo o casi todo de ella, particularmente después de la película fácil y seductora de Margareth von Trotta. Discípula de Karl Jaspers y de Edmund Husserl, la joven estudiante judía le pidió a Heidegger que le “enseñase a pensar” con lo que comenzó una larga relación intelectual y amorosa entre ambos hasta terminada la II Guerra Mundial —el filósofo no pronunció nunca una palabra de condena por las atrocidades nazis ni para explicar su conducta—.
Sus artículos Eichmann en Jerusalén: informe sobre la banalidad del mal,publicados en 1962 en la revista The New Yorker, de entrada provocaron un escándalo, no tanto por el impacto de la expresión como por su osadía al acusar a los Consejos judíos y, en particular, a sus presidentes, de colaboración de hecho con los nazis. El escándalo, muy bien descrito en la película de Von Trotta, fue enorme, y ciertos excitados, tanto en Israel como en Estados Unidos, llegaron a pedir su muerte.
Fue la pasión por “entender” lo que la llevó a seguir in situ el proceso a Eichmann: antes que la imagen monstruosa y demoníaca del nazismo, Arendt confirió al criminal la encarnación de la “ausencia de pensamiento”. En línea recta desde “el mal radical” de Kant, que no quería decir el mal absoluto sino, en el sentido vegetal del término, el mal “de raíz”, Arendt postula “la banalidad del mal”.
Las objeciones a la tesis de Hannah Arendt son múltiples y todas las pruebas acumuladas en los últimos 15 años demuestran el papel preponderante del acusado en la estrategia de exterminación de los judíos. Hannah no asistió a la totalidad del proceso hasta su desenlace. Llegó el 10 de abril de 1961 y se marchó en mayo: presente durante tres semanas desde la sala de prensa, no asistió ni al interrogatorio propiamente dicho ni a los diálogos entre el acusado y sus jueces. No escuchó al acusado defenderse con sangre fría y habilidad. Cobijado por la idea de que la eliminación de los judíos era necesaria para el bienestar y la grandiosidad de Alemania, Eichmann no escondió su antisemitismo. Redactor de las actas de la conferencia de Wansee que decidió la exterminación de los judíos, habla de sí mismo como de un “idealista” que vivió toda su vida según la moral kantiana. En su defensa, es capaz de citar el principio de razón práctica. “El burócrata cauto, sí, así era yo… Pero junto a ese cauto burócrata había un luchador fanático por la libertad de nuestros Blut y Volk de los que desciendo… También puede impugnárseme que la idea de una verdadera y total eliminación no pudiera ser llevada a cabo. Podía y debía haber hecho y llevado a cabo mucho más”, declara Eichmann a Willem Stassen, un simpatizante nazi en la Argentina. ¿Se puede deducir de su comportamiento una “ausencia de pensamiento”? “Este nuevo tipo de criminal”, dice Arendt, sufre algo como “la anestesia del pensamiento… los hombres que no piensan son como sonámbulos”. Pero, ¿qué es la anestesia del pensamiento?

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